Estáis bien.
No hay gritos, ni portazos, ni escenas de película. Tampoco hay infidelidades, ni mentiras, ni grandes catástrofes. Todo está... correcto. Pero también está frío. Como una taza de café olvidada en la mesa.
Dormís juntos, pero a veces parece que no estáis en la misma cama. Os contáis lo justo. Os organizáis bien. Incluso funcionáis como equipo. Pero la chispa, la complicidad, las conversaciones largas y tontas… eso, hace tiempo que se fue.
Y a veces te preguntas:
—¿Y si esto es todo?
—¿Y si no hay nada roto, pero ya no hay nada?
Este post es para esas parejas que no tienen un drama para contar, pero sí un vacío que nadie nombra.
Porque la desconexión emocional no suena fuerte. No da titulares. Pero puede doler igual que una traición.
Y lo más duro es que no sabes si aún hay algo que recuperar.
Vamos a hablar de eso. De lo que se enfría. De lo que se puede volver a calentar.
La distancia emocional no llega de golpe. No entra con ruido. Se instala poco a poco, como el polvo en una casa cerrada.
Un día te das cuenta de que habéis dejado de preguntar cómo ha ido el día... y te parece normal. Que os veis solo en los cambios de turno. Que os habláis más para coordinar la semana que para compartirla.
No hay enfado. No hay desprecio. Pero tampoco hay risa, ni deseo, ni esa mirada de “estás ahí, conmigo”.
Esa es la trampa: como no hay conflicto, parece que no pasa nada. Pero sí pasa.
John Gottman —uno de los psicólogos que más ha investigado las relaciones de pareja— lo decía claro: no son los grandes gestos los que salvan una relación, sino los “pequeños momentos de conexión” repetidos en el tiempo. Esos que hacen sentir “te veo, me importas”.
Cuando esos microgestos desaparecen, la relación no estalla. Se apaga.
Y lo peor es que suele apagarse sin que nadie se dé cuenta. Hasta que ya solo queda silencio.
La mayoría de las parejas no se rompen por algo grande. Se disuelven poco a poco en lo cotidiano.
A veces, la distancia emocional aparece sin avisar. Y no porque haya un problema “grave”, sino porque hay demasiadas pequeñas cosas que se interponen: las prisas, los niños, los emails, la compra del súper, la cena que se quema, las reuniones eternas, el cansancio acumulado.
Y sin darte cuenta, pasáis de hablar de lo que sentís a hablar solo de lo que toca hacer.
También hay parejas que evitan el conflicto con tanto empeño, que terminan evitando todo. Incluso el contacto emocional.
—“Si empezamos a hablar, acabamos discutiendo.”
—“Prefiero no decir nada. Total, ya sé lo que va a pasar.”
—“Mejor estar tranquilos que remover cosas.”
Y así, en nombre de la paz, se firma una tregua… con el silencio.
La rutina tiene esa habilidad: adormece. Nos vuelve funcionales, pero no cercanos. Compañeros de equipo, sí. Pero no de vida.
Lo doloroso es que no os lleváis mal. Pero ya no os lleváis tan bien.
Y ese “ni bien ni mal” es lo que más desorienta. Porque no sabes si luchar, resignarte o simplemente seguir por inercia.
Es sábado por la noche.
Los niños ya están dormidos.
La casa, en silencio.
Claudia se sienta en el sofá con su taza de infusión y coge el móvil. A su lado, Jaime ya está ahí, también con el móvil en la mano. No se miran. No porque estén enfadados, sino porque ya no hay nada urgente que decirse.
Cada uno en su pantalla, en su mundo.
Uno revisa vídeos. El otro responde un mensaje del trabajo.
A veces, se cruzan una palabra suelta. Un “mira esto” sin entusiasmo. Un “mañana hay que comprar leche”.
Están juntos.
Están bien.
Están lejos.
No hay enfado. No hay conflicto. Solo hay una distancia que se ha hecho costumbre. Y que ahora cuesta tanto romper como si fuera una muralla.
Claudia piensa en decir algo. En proponer una charla, una película, un poco de piel. Pero se le pasa. Porque ya ha pasado tantas veces que no espera mucho.
Y Jaime, por su parte, piensa que si ella no dice nada, mejor dejarlo así. “Para qué forzar.”
Y así, noche tras noche, se siguen queriendo… sin tocarse.
A veces no hace falta que pase algo grande para saber que algo no va bien. Basta con notar que lo que antes unía… ahora simplemente no aparece.
Estas son algunas señales frecuentes de que la conexión emocional se está enfriando:
No hace falta tener todas estas señales para saber que algo ha cambiado. A veces, con una o dos, ya se siente que algo importante se está perdiendo.
Pero si aún lo notas, si aún duele, es que quizás aún importa.
Volver a acercarse no siempre implica hacer algo grandioso. A veces, lo pequeño —si es real— tiene más fuerza que lo espectacular.
Aquí van algunas ideas que en terapia suelen marcar la diferencia cuando una pareja se siente bien… pero lejos.
El objetivo no es resolver, es estar. Sin juicio. Sin respuestas perfectas. Solo con presencia.
Lo cotidiano no tiene por qué ser aburrido, si se hace con intención.
Reconectar no es volver a ser los de antes. Es aprender a acercarse de otra manera. Más real. Más adulta. Más consciente.
Cuando una pareja llega a consulta diciendo “no nos pasa nada grave, pero ya no nos sentimos cerca”, no están en crisis… pero tampoco en paz.
En estos casos, el trabajo terapéutico no es apagar fuegos, sino encender luces. Ayudar a mirar lo que no se está nombrando. Y sostener lo que duele… sin buscar culpables.
A veces no hay gritos, ni reproches, ni historias para contar en voz alta.
Solo hay un sofá compartido… y dos personas que ya no saben cómo volver a tocarse sin romper el silencio.
No sois enemigos.
No sois incompatibles.
Solo estáis lejos. Y quizás lleváis tiempo sin mapa.
Pero mientras aún haya alguien que mire al otro y piense “me gustaría volver a sentirme cerca”, hay camino.
No hacia lo que fuisteis, sino hacia algo nuevo. Algo más real. Más consciente. Más elegido.
Si sentís que algo importante se está perdiendo, quizá es el momento de dejar de evitar la conversación…
Y empezar la reconexión.
La distancia emocional no se mide en kilómetros. Pero se puede acortar.
Estoy aquí si queréis acompañamiento en ese proceso.
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