El corazón va por delante, los hombros apretados, la mente repasando lo que falta, lo que podría pasar, lo que deberías estar haciendo. No ha pasado nada… y sin embargo ya estás corriendo. Por dentro.
Hay una forma de vivir en la que el suelo no se cae, pero tiembla un poco cada día. Caminas con cuidado, evitando molestar, controlando lo que sientes, haciendo equilibrios con todo lo que no se nota desde fuera.
La ansiedad a veces no grita. A veces solo respira muy cerca.
Te acompaña al trabajo, se sienta contigo a comer, revisa los mensajes antes que tú. Y sin darte cuenta, empiezas a vivir como si algo estuviera a punto de pasar. Aunque no pase. Aunque no haya pasado nunca.
La pregunta no es “¿tengo ansiedad?”, sino:
¿Qué vida se me está escapando mientras trato de evitar sentirme así?
Ansiedad no es una palabra mágica ni un castigo griego. Es un sistema. El cuerpo humano, por suerte, viene con alarma incorporada. Cuando hay peligro, se activa: respiras más rápido, el corazón bombea sangre a toda velocidad, los sentidos se afinan, los músculos se preparan. Todo perfecto... si te persigue un león.
El problema aparece cuando ese sistema se activa sin león. Sin amenaza. Sin razón clara.
O mejor dicho: sin una razón que lo justifique ahora. Porque quizá tu historia sí que tiene muchas razones para haber aprendido a vivir en guardia.
La ansiedad no siempre llega con un ataque espectacular. A menudo es más sigilosa. Un nudo en el estómago al salir de casa. El impulso de revisar el móvil “por si acaso”. El miedo a contestar una llamada. Esa sensación de que algo no va bien, aunque todo parezca estar bien.
El cuerpo te está avisando. Pero ya no sabe de qué.
Y no es que estés “mal hecho”. Es que has aprendido a sobrevivir. Y tu sistema de alerta ha preferido pasarse de precavido antes que fallar. Como un perro guardián que ladra a todo el que pasa cerca, aunque no todos sean peligros.
La ansiedad, en el fondo, no es enemiga.
Es solo que a veces, cuando ya no hay peligro… sigue sonando la alarma.
A veces llega de golpe.
Otras, se cuela poco a poco. Como una gotera que no notas hasta que la pintura ya está desconchada.
Puede empezar con una época difícil. Un susto. Un exceso de exigencia. Una pérdida. O simplemente, con vivir demasiado tiempo sosteniéndolo todo sin aflojar nunca. El caso es que un día dejas de descansar. No solo por las noches, sino de ti. De tu cabeza. De tu cuerpo. De ese estado de “a punto de…” que no se va.
Y lo peor es que, desde fuera, puede que no se note nada.
Sigues funcionando. Vas al trabajo. Pagas facturas. Cuidas a los tuyos. Pero dentro… estás en un modo de supervivencia que lo filtra todo.
Empiezas a decir “no me da la vida” con una sonrisa.
Empiezas a evitar lo que antes hacías sin pensar.
Empiezas a vivir como si todo requiriera tu máxima atención, incluso respirar.
¿Te ha pasado alguna vez eso de decir que sí cuando querías decir que no, solo por no generar conflicto?
¿O postergar una llamada durante días, sin saber bien por qué, solo con la sensación de que “no puedes con ello ahora”?
Eso también es ansiedad. No siempre con sudores y taquicardias. A veces se disfraza de “no me apetece”, “mejor mañana”, “tengo que estar segura”.
Y empieza a decidir por ti.
Cuando la ansiedad deja de ser una reacción y se convierte en la brújula, es fácil acabar perdido.
La ansiedad no cae del cielo ni nace por capricho. Es más bien una suma de cosas que, poco a poco, han hecho que tu cuerpo y tu mente vivan en alerta.
A veces hay un momento claro que lo dispara: una pérdida, un accidente, un cambio de vida. Otras, es más difuso: una infancia de exigencias, muchos años diciendo “sí” cuando querías decir “no”, o vivir atrapado en la idea de que hay que poder con todo… siempre.
Y el entorno tampoco ayuda. Vivimos en un mundo donde parar parece un lujo, donde pedir ayuda se confunde con debilidad y donde todo va tan rápido que a veces se nos olvida respirar. Literalmente.
Pero lo que hace que la ansiedad se quede es otra cosa:
Es lo que hacemos con lo que sentimos.
Es cómo reaccionamos al malestar.
Es la trampa de intentar evitar, controlar, tapar.
Porque sí, cuando evitamos lo que nos da miedo, aliviamos el malestar… pero solo un rato.
Cuando buscamos certezas todo el tiempo, sentimos seguridad… pero fugaz.
Cuando posponemos “eso” que nos inquieta, parece que ganamos paz… pero al precio de encoger la vida.
La ansiedad se alimenta de buenas intenciones: querer estar bien, querer tener todo bajo control, querer que no duela.
Pero a veces, en ese intento de protegernos… acabamos atrapados en una jaula con barrotes invisibles.
Imagina que estás en la playa y te entra agua en los ojos. Lo natural es frotártelos. Pero cuanto más te frotas, más escuecen.
Con la ansiedad pasa algo parecido. En cuanto aparece, se activa el reflejo: “tengo que calmarme”, “esto no debería estar pasando”, “cómo salgo de aquí”. Y ahí empieza la batalla: respirar más hondo, distraerte como sea, revisar si ya se te ha pasado, buscar en Google tus síntomas, repetir frases mentales como si fueran hechizos.
Y claro, no funciona. Porque cuanto más vigilas lo que sientes, más lo amplificas. Cuanto más evitas lo que te incomoda, más poder le das. Cuanto más luchas por tener el control, más se encoge la vida.
Ejemplo: te da miedo hablar en público. Evitas presentarte en reuniones, rechazas propuestas, ensayas excusas. Sientes alivio. Pero no te sientes libre.
Y cada vez que esquivas… el miedo gana músculo.
Es como si quisieras apagar un incendio soplando. Tu esfuerzo es honesto, incluso valiente. Pero el método no ayuda.
Esto no significa que “no hay salida”, sino que quizá la salida no está donde siempre la has buscado.
No en controlar lo que sientes. Sino en aprender a no dejar que eso decida por ti.
Durante mucho tiempo, el mensaje ha sido claro: “hay que superar la ansiedad”, “hay que vencerla”, “hay que eliminarla”.
Pero, ¿y si el problema no es sentirla… sino que se haya vuelto lo único que escuchas?
¿Y si no hay que hacerla desaparecer, sino aprender a caminar aunque venga contigo?
No es resignación. Es madurez emocional.
Es dejar de esperar ese momento ideal en el que te levantas un día y ya no hay miedo, ni nudo en el pecho, ni pensamientos invasivos. Ese día no existe.
Pero sí existe el día en el que decides moverte, aunque el miedo esté contigo.
Como Ana, que dejó de conducir tras una crisis de ansiedad al volante. Durante meses, evitó el coche. Solo pensar en arrancarlo le hacía temblar.
Un día decidió volver a intentarlo. No porque ya no tuviera miedo. Sino porque estaba harta de depender.
El primer trayecto fue de cinco minutos. Le sudaban las manos. Tenía el corazón en la garganta. Pero lo hizo.
No fue un paseo triunfal. Fue un acto de dignidad.
Desde entonces ha ido sumando trayectos. A veces va tranquila. Otras, no. Pero ya no espera a que la ansiedad se vaya para vivir.
No se trata de ser valiente todo el tiempo.
Se trata de no dejar que el miedo sea quien escribe tu agenda.
Y sí, cuesta. Pero no estás sola. Ni eres la única.
Hay una idea que hace mucho daño: si no puedes con esto, es que no tienes fuerza de voluntad.
Como si se tratara de apretar los dientes y seguir. Como si fuera cuestión de “ponerle ganas”.
Pero la ansiedad no se doma a base de fuerza bruta.
De hecho, cuanto más te obligas a no sentir, a no fallar, a no parar… más se tensa la cuerda.
Esto no va de fuerza.
Va de elegir hacia dónde quieres ir, incluso con el miedo a cuestas.
Va de dejar de vivir en función de cómo te sientes… y empezar a vivir en función de lo que te importa.
Porque hay algo que a menudo olvidamos:
La vida no empieza cuando desaparece la ansiedad. La vida empieza cuando dejas de organizarla para no sentirla.
Y aquí una invitación, sin exigencias, sin empujones:
No hay respuesta correcta. Solo una dirección posible.
No estás roto. No eres débil.
Solo estás cansado de sostener lo que no se ve.
Y quizá nadie te lo ha dicho así de claro: no necesitas que desaparezca todo el malestar para poder empezar.
No necesitas tenerlo todo claro, ni sentirte fuerte, ni esperar a que tu cuerpo deje de temblar.
Puedes empezar hoy. Con lo que hay.
Con ese miedo. Con esa duda. Con esa parte tuya que se ha acostumbrado a sobrevivir.
Y aún así, dar un paso que no sea para huir… sino para acercarte.
No hace falta tenerlo todo en calma para moverse.
Hace falta tener una razón para no quedarse quieto.
Piensa en eso que ahora mismo te importa.
Eso que estás dejando en pausa “hasta que se te pase”.
¿Y si no se pasa, pero puedes pasar tú a través de ello?
No necesitas tenerlo claro para pedir ayuda.
Ni estar “muy mal” para hacerlo.
A veces basta con sentir que no quieres seguir igual.
Acompañamos a personas que, como tú, llevaban tiempo conviviendo con esa tensión constante. Personas que pensaban que “esto ya era así”, hasta que descubrieron que se podía vivir de otro modo. No perfecto. No sin ansiedad. Pero más cerca de lo que de verdad importa.
📍En Salamanca, Zamora o desde donde estés. Puedes empezar por leer más artículos.
O por escribirnos. O por quedarte un rato con esta idea:
No hace falta estar bien para empezar. A veces, empezar es lo que ayuda a estar mejor.