Ninguna frase tan breve ha puesto a tanta gente a sudar frío sin haber hecho ejercicio. En muchas parejas, esa simple oración es el prólogo del drama, el botón de pánico, el inicio de algo que uno necesita… y el otro teme.
Porque a veces uno quiere hablar. Pero hablar de verdad: poner sobre la mesa eso que aprieta el pecho, lo que lleva tiempo coleando por dentro y no encuentra hueco. Y el otro… el otro, cuando huele conflicto, se encierra como una almeja.
Y no es porque no le importe. Es porque no sabe qué hacer con eso. Y si algo nos asusta más que una discusión, es meternos en una conversación emocional para la que no tenemos mapa ni brújula.
Este post va de eso. De parejas donde uno intenta hablar y el otro esquiva como puede. No es que haya desamor. Es que cada uno se protege a su manera. Y lo que iba a ser diálogo… se convierte en silencio tenso. O en ruido.
¿Te suena? Pues sigue leyendo, que lo vamos a desmenuzar con cabeza, con corazón, y con algo de ciencia también (no mucha, que no queremos espantar).
Cuando la comunicación se atasca en pareja, no suele ser por falta de cosas que decir. Es por miedo a lo que puede pasar si se dicen.
Uno habla porque necesita entender. El otro calla porque teme empeorar las cosas. Y así, sin quererlo, acaban bailando un vals mudo: uno se acerca, el otro se aleja.
Este patrón no es raro. Se llama patrón demandante-retirado (Johnson, 2004), y aparece en miles de parejas:
Ambos lo hacen para proteger la relación, pero lo curioso es que ese intento termina dañándola.
El Instituto Gottman, que ha estudiado a más de 3.000 parejas, lo tiene claro: uno de los predictores más fuertes del deterioro de una relación es el "stonewalling" (bloqueo emocional), que suele aparecer cuando alguien se siente emocionalmente sobrepasado y opta por desconectarse.
Ejemplo de la vida real (aunque algo disfrazado):
Marta necesita hablar sobre cómo se siente desde que nació su hija. Se siente sola, poco vista. Le dice a Jaime:
—No me estás acompañando en esto.
Jaime, sin saber qué decir, responde:
—Estás exagerando. No es para tanto.
Y se va a mirar el móvil.
Marta siente que no le importa. Jaime siente que haga lo que haga, va a ser criticado. Ella se enfada más. Él se encierra más. Y vuelta a empezar.
El problema no es que discutan. Es que no consiguen entenderse.
Y muchas veces, lo que está en juego no es el tema concreto (la lavadora, los suegros, quién duerme más). Es la sensación de estar solo en esto, de que tus emociones no tienen dónde aterrizar.
Detrás de cada persona que insiste en hablar hay alguien buscando algo de paz. Y detrás de cada persona que evita el conflicto hay alguien intentando no sufrir más.
No es que uno sea valiente y el otro cobarde. Es que cada uno aprendió, a su manera, cómo sobrevivir al malestar.
Cuando alguien necesita hablar urgentemente, suele hacerlo porque cree que hablar le aliviará. Necesita comprender, sentirse validado, resolver. No hablar le activa ansiedad. Siente que si no se afronta ahora, la cosa se pudre.
Pero el otro —el que huye o se calla— puede estar viviendo justo lo contrario: que hablar empeora las cosas. Que no tiene las palabras, ni las herramientas, ni la energía. Que hablar es entrar en una trinchera, no en un puente.
Ejemplo muy común:
Alicia creció en una casa donde se hablaba alto y mal. Discutir era sinónimo de herirse. Así que, aunque ame profundamente a su pareja, cuando hay tensión… se desconecta. Su pareja cree que le da igual. Pero en realidad, le da demasiado.
Y esto es importante: muchas de las cosas que criticamos en el otro son, en realidad, formas de defenderse del dolor.
En psicología contextual sabemos que estas reacciones no son “defectos” de personalidad, sino patrones aprendidos para gestionar el malestar. Y que mientras no seamos conscientes de ellos, seguiremos reaccionando como siempre… incluso cuando ya no nos sirve.
A veces, entender que tu pareja no te evita por desinterés, sino por miedo, cambia la historia. No la resuelve. Pero la humaniza.
Cuando la comunicación en pareja falla, solemos intentar arreglarla con las mismas herramientas que la estropean. Y claro, no funciona. Pero lo hacemos igual. Porque cuando algo duele, uno quiere que deje de doler, y lo quiere ya.
A veces, en ese intento de arreglar las cosas, caemos en errores tan comunes como inútiles. Aquí van algunos greatest hits:
El problema no es que hagamos estas cosas. Es que las hacemos creyendo que van a funcionar. Y lo único que conseguimos es alejarnos más.
No se trata de no equivocarse. Se trata de ver desde dónde lo estamos haciendo.
Cuando una pareja llega a consulta diciendo “no hablamos”, en realidad suele significar algo más complejo: “cuando lo intento, me siento solo”, “cuando lo hace, me siento atacado”, “cuando callo, me estoy protegiendo”.
Lo que necesitamos no es hablar más, sino hablarnos mejor. Y para eso, hay algunas claves que en terapia suelen funcionar. No hacen milagros. Pero abren espacios.
Y no, no se trata de hablar todo el día de emociones. Se trata de aprender a no usarlas como arma, sino como puente.
Nadie nos enseña a amar con madurez. Aprendemos por imitación, a base de ensayo y error, a veces repitiendo patrones que no entendemos del todo.
Uno habla porque teme perder el vínculo. El otro calla porque teme estropearlo.
Uno insiste, el otro se encierra. Y sin quererlo, terminan sintiéndose solos… estando juntos.
Pero la buena noticia es que este patrón no es destino. Se puede revisar. Se puede entender. Se puede cambiar.
Porque muchas veces, cuando una pareja aprende a escucharse sin correr, sin defenderse, sin buscar culpables, pasa algo sencillo y poderoso: vuelve a reconocerse.
Y eso, más que hablar mucho, es hablar con verdad.
Si esto os suena más de lo que os gustaría, quizá no necesitéis gritar más fuerte, ni hablar más rato.
Tal vez solo haga falta un lugar donde, por fin, podáis miraros con menos miedo y más compasión.